Autor: Tomás Barceló
Alguien dejó un comentario en uno de mis vídeos que se me clavó en mis pensamientos. Decía que, en un mundo tan ruidoso y saturado de estímulos, es difícil apreciar el arte porque el arte necesita silencio y contemplación. Y creo que tenía mucha razón: uno de los grandes retos de los artistas de hoy es encontrar ese espacio de calma… sin desaparecer del mapa.
Vivimos rodeados de voces que gritan para que alguien les mire. Y si tú decides quedarte en silencio, como escondido en un rincón, es muy probable que nadie te vea. Ahí está la paradoja: necesitamos que nos encuentren, pero también necesitamos que, una vez lleguen, todo se vuelva más lento, más íntimo, más contemplativo.
Para explicarlo, me ayuda pensar en dos imágenes:
La primera es el circo que llega al pueblo. No hablo del espectáculo en sí, sino de la caravana que entra por el camino, llena de voces, colores, animales desconocidos y promesas de cosas extraordinarias. La llegada del circo era un acontecimiento casi mágico. Lo extraordinario irrumpía en lo ordinario. Creo que el arte necesita un poco de eso: de anuncio, de irrupción, de llamar la atención con libertad y con descaro. Porque si nadie te ve, nadie podrá contemplar tu obra.
Pero una vez han llegado, la experiencia debería ser completamente distinta. Ya no un circo, sino casi una liturgia. Silencio, luz baja, un espacio que invite a bajar la voz y mirar sin prisa. Un ambiente que desacelere, que prepare el ánimo para la contemplación.
Recuerdo, por ejemplo, una preciosa exposición de esculturas en un bosque de encinas: había que caminar, buscar entre los árboles, descubrir las piezas como si fueran secretos. Aquello generaba silencio por sí mismo, una especie de atención infantil mezclada con asombro que te permitía apreciar la belleza de las obras de una forma especial.
O una exposición improvisada que organizamos hace años junto a Alexandra Castillo. El local estaba bien, pero no tenía luz. Y en broma pensamos: ¿y si lo hacemos a oscuras, con linternas? Lo hicimos. Funcionó de maravilla. La gente susurraba, enfocaba la obra con cuidado, se detenía más tiempo ante cada pieza y la miraba con una atención distinta. Esa pequeña dificultad —la falta de luz— creó una intimidad que las salas perfectas nunca consiguen.
Desde entonces, sueño con exposiciones que funcionen casi como teatros ambulantes de marionetas, o casas de maravillas de feria: lugares donde uno entra casi a escondidas, donde el encuentro con la obra es personal, sin tener que demostrar nada a nadie. Pienso en pasillos estrechos, en pequeñas carpas individuales, en espacios donde solo cabe una persona frente a una pieza, como ocurre en las ermitas cuando puedes subir por detrás del altar y encontrarte cara a cara con la imagen. Solo tú y la obra, sin público alrededor, sin la obligación de proyectar nada.
Pero para que alguien pueda entrar en ese silencio, antes tiene que encontrarte. Y para que te encuentre, hace falta un poco de ruido, un poco de circo. Creo que ahí está la clave: separar la invitación de la experiencia. Hacer el ruido necesario para atraer, y ofrecer luego el silencio necesario para contemplar. Ese equilibrio difícil me parece una de las tareas creativas más urgentes de nuestro tiempo.
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